Yo había decidido no tener hijos, e iba dando excusas a mi pareja para no tenerlos. Un día compré un libro donde se afirmaba que, cuanto más vamos adelante, más difícil resulta educar a los hijos. Le dije a mi compañera: » ¿Ves que dice este libro? » Y ella me respondió: »Si cada día que pasa debe ser más difícil educar a los hijos, no esperemos más, ¡tengámoslos pronto!”. Ahora tengo cuatro. Una chica de trece años, un chico de once, un niño de seis y el pequeño, que aún no ha hecho el año. ¡Imaginan cuando voy al supermercado! Compro kilos y kilos de celulosa: pañales para el pequeño y compresas para la mayor.
La anécdota es de Carles Capdevila. Él fue el conferenciante invitado al Encuentro Anual de AACIC. Carlos nos explicó, durante una hora y treinta y siete minutos, su experiencia en esto de educar, no a uno, ni dos, ni tres, sino a cuatro hijos. Hemos transcrito algunos fragmentos de su conferencia.
La gente hace cosas extrañas cuando sabe que serás padre
Todo el mundo piensa que tiene derecho a decir la suya. Gente que nunca te había dirigido la palabra, se te acerca y te pregunta cosas como: «¿qué lo buscabais?». Y si les das un poco de cuerda, les oirás decir: «Pero habéis tardado mucho, ¿verdad?». ¡Qué se piensan! ¿Qué quieren que les cuente? ¿Las intimidades? Recuerdo que cuando esperábamos la primera, fui a la farmacia y, aquel señor, que toda la vida lo había tenido por muy serio, me abrazó, «¡enhorabuena!», i todo eso. Quedé de piedra. Ahora, cuando voy a la farmacia, entro y pienso que aún me abrazó poco. ¿Tú sabes el gasto que hago con cuatro criaturas?
Vivir en la contradicción
Ser padre o madre, es vivir en la contradicción. Cuando nuestros hijos son pequeños, estamos todo el rato: «venga, camina…», y cuando ya caminan, entonces, no paramos de decir: «¡estate quieto. Siéntate aquí y calla!». Tienes que espabilar los pequeños y frenar a los mayores. Es como enseñar a montar en bicicleta. Al comienzo, animas, y, cuando ya saben, dices: «¡Vigila, vigila!». Pero me parece que, en conjunto, hoy hacemos exactamente lo contrario: sobreprotegemos a los pequeños y dejamos a los mayores. Nos cuesta encontrar nuestro rol. Como estamos muy mal de autoestima, no aguantamos los morros de dos días de nuestros hijos. Yo hice morros a mi madre durante años, pero ella no cambió. Nos tenía un amor incondicional, nos daba un apoyo incondicional y tenía criterio. Me sorprende el debate este sobre quién debe educar a los hijos: los deben educar los padres. ¿Quién si no? Es obligado educarlos. Y es fantástico hacerlo. La gente se plantea si se ha de sacrificar por los hijos. Cuando eres padre, te preguntan: «¿Te ha cambiado la vida?». Sí claro que te cambia. ¿Qué esperabas? Hay parejas con hijos que quieren continuar comportándose como si no tuvieran. Hace varios años, odiaba los campings. Y, ahora, vamos mucho. Hacen amigos, y los pierdes de vista. Cuando volvemos de vacaciones, en el trabajo, todos tienen jet-lag y el trastorno postvacacional, y yo estoy contentísimo con la copa del karaoke del camping.
La teoría de la relatividad
Yo me considero un educador «amateur», que quiere decir que ama. Amo a mis hijos y por eso quiero educarlos. ¿Cómo? Después de años de hacer de padre, he descubierto que la única teoría que funciona es la de la relatividad. Cuando tuvimos la chica, la primera, le esterilizábamos el chupete. Cuando nació el segundo, lo pasábamos por el grifo y basta. Y decíamos, «cuando nazca el tercero, le daremos al perro y que lo lama». Íbamos bromeando. Pues el cuarto ha pasado por todas las enfermedades que no habían pasado los demás. Lo cogía todo, así que, lo de decir al perro que lamiera el chupete, nada de nada. ¡Con mascarilla, le dábamos el biberón! Ya te digo. La teoría de la relatividad. No puedes hacer planes, no hay manera de acertar como saldrán, como serán, qué harán. Es imposible. ¡Por suerte! Lo único que puedes hacer es adaptarte, y no dejarte atrapar por la gente que, cuando eres padre por primera vez, te dice: «¡Uy, ahora! Te cambiará la vida, ¿eh?». Está claro que los hijos te cambian la vida. ¿O es que no te lo imaginabas, que te cambiaría?
¡No lo han hecho tan mal!
Para educar, se precisa mucho sentido común. Mucho. Y el sentido común nos aconseja que no hay que romper con una cierta tradición educadora. Yo decía que no haría nada de lo que habían hecho mis padres. Ahora sé que mis padres, los nuestros, tenían, de sentido común. No lo han hecho tan mal. Llegaba a casa tarde y mal y, al abrir, me encontraba la madre en camisón que me decía: «¡Carlitos, esto que haces no está bien!». Tendría razón, porque salía a las diez de la noche pensando en encontrar alguna compañía del sexo femenino, y sí, acababa, pero era mi madre la que, desde lo alto de las escaleras, en el portal, me decía: «Carlitos, esto que haces… »
… ¡obligatorio educarlos!
Hay un discurso negativo sobre eso de tener hijos. ¡Fijaros! Nuestro pequeño nació en septiembre de 2008, justo cuando se empezaba a hablar de la crisis, y cuando encontrábamos conocidos nuestros por la calle, lo primero que nos decían era «¿quieres decir que es el mejor momento para tener un hijo?”. No quiero, a mi alrededor, gente que no te deja disfrutar del parto, el primer año, de los tres… y que, cuando los hijos se van de casa, te dicen, «¿verdad que se echan de menos?». Educar es difícil. Será tan difícil como queráis, pero no es imposible. Y, si tienes hijos, es obligatorio educarlos, y, además, es el mejor reto del mundo. Tener hijos no es un problema. Eso sí, nos obliga a estar vivos. Los críos tienen «brillo, brillo…».
No teníamos un hijo, teníamos una oreja
El mayor de los chicos juega al fútbol. Tiene un tímpano que es un papel de fumar. Tuvo una infección de oído. Le hicieron un injerto. Se estuvo tres meses recuperándose, sin hacer nada de deporte, con la cabeza tapada, que no le tocara el agua. Finalmente, el médico dijo que ya podía hacer vida normal. Preguntamos al médico si podía jugar al fútbol, y nos dijo que sí. Estuvimos varias semanas, sin embargo, que no lo veíamos nada claro: «¡Vigila la oreja!». Y el chico no tocaba ni una. Volvimos al médico para asegurarnos de que el chico podía jugar. Todo era que si la oreja… No teníamos un hijo, teníamos una oreja. Un día le dije, «sabes qué, cuando venga la pelota, dale con la oreja, ¿de acuerdo?». Me miraba como si me hubiera vuelto loco. Y yo pensaba, si le pasara algo, ya puedo preparar las maletas, porque la familia me abandona. Está claro que tienes miedo, pero esto también es crecer. Estás trabajando y cambiando las cosas para que sean mejor para las personas que vendrán.
Una agenda de ministro
Nos preocupa mucho que nuestros hijos sean algo. ¿Deben saber inglés? Pero si Catalunya no está preparada ni para el catalán, ¿cómo lo ha de estar para el inglés? También deben hacer música. Un día te encuentras una pareja de amigos que los han tenido antes que tú y te dicen: «¿Todavía no te toca ningún instrumento?». Te lo dicen así, como diciendo «¡Ah, pues ya ha hecho tarde!». Vaya, ya no será músico. Estos niños no pueden poner ilusión en nada. Como quieres que ponga, si miran el plan del día y es para volver a meterse en la cama de agotamiento. Tienen una agenda de ministro. Que elijan, que tengan la oportunidad de elegir algo, ¡que es bueno!
La felicidad
Cuando me preguntan si se ha de ser muy estricto o poco, respondo que no lo sé. Mi sentido básico como educador es el de hacer hijos autónomos. No el máximo de autónomos, sino el máximo de autónomos que sean capaces de ser. Que se espabilen y que también caigan y que se levanten. Yo, el día que los seis estamos sanos, que cada uno está haciendo la suya y nadie se pelea y es domingo, pienso: «¡Esto es la felicidad!».