Cuando empecé a indagar sobre el tema de cardiopatías estaba muy verde: la había sufrido toda la vida pero no sabía prácticamente nada sobre ella. Me encontré con personas realmente profesionales y dedicadas a la causa, personas que ni siquiera la sufrían y que me daban mil vueltas; aquello fue como un jarro de agua fría: tenía que tomar conciencia. Así fue como acabé siendo voluntaria de la ACCIC en mi propio hospital: todo un reto personal.
No me gusta mi hospital, me pone de malhumor, miles de recuerdos (no precisamente bonitos) me invaden cada vez que entro. Aunque toda esta frase debería estar en pasado, porque eso ya no me pasa, lo he superado. Ahora veo el hospital con distintos ojos, con ojos seguros, confiados. Ahora ando con paso firme, soy algo más que una paciente entre esas blancas paredes.
Los primeros días sólo sirvieron para tantear el terreno, prepararme psicológica y emocionalmente. Me encargaba de la sala de juegos e hice de paciente de una doctora de no más de tres años, así da gusto, oye. La comida de plástico que me daba estaba mil veces más rica que la del hospital.
Lo importante, y el motivo por el cual estoy aquí escribiendo, llegó el jueves pasado. Fue la primera vez que subí a la segunda planta (chan, chan <misterio>). Parece que no sea nada, pero era un premio que sólo me concederían cuando estuviese preparada, y lo estaba, o eso creía. En la segunda planta están los pacientes que o bien llevan mucho tiempo ingresados o bien acaban de operarse y se están recuperando, por lo tanto subir allí da un poquito más de impresión que pasearte por la primera planta en la que prácticamente cada día dan el alta a alguien.
Pasamos por tres habitaciones distintas:
En la primera estaba un niño de no más de año y medio con su madre. Al día siguiente le daban el alta, pocas semanas atrás pensaban que no lo contaba, la felicidad era mucho más que palpable en aquella habitación. En ella se tomó la fotografía que encontraréis a continuación: con motivo de la despedida (después de 4 meses ingresado) la asociación le regaló unos coches y estuvimos montándoselos. Me lo pasé pipa.
En la segunda había un chaval de 17 años al que acababan de diagnosticar una cardiopatía, no se la habían detectado antes a pesar de que siempre había estado ahí. Él estaba acostumbrado a llevar una vida normal: fútbol, boxeo, etc. y ahora tenía que privarse de todo aquello. Tuvimos una conversación muy interesante, le aconsejé lo mejor que supe. Pienso en él a menudo.
Y bueno, a la tercera va la vencida. Al entrar estaba recostada en la cama una niña que apenas tenía los 10 años, o quizás tenía 11, no lo sé, en cualquier caso yo la veía enanilla. Misteriosamente se parecía a mí en aquel entonces y lo primero que hizo al vernos fue enseñarnos su cicatriz: perfecta, recién hecha, con los puntos y kilométrica. Me impresionó un poco mucho, entendí que no es lo mismo verte la tuya cada día que ver la de los demás. Se quejaba de la comida, como hacía yo; era refunfuñona, como lo era yo; no quería ducharse, como tampoco lo quería yo. Se movía como yo: encorvada al levantarse por la tirantez de la herida. Demasiados recuerdos en un solo día.
Pero ahora estoy ansiosa por volver, ver al chaval y a la niña y saber cómo están, quiero saber sus progresos, quiero acompañarles en el proceso, quiero hacer lo posible por ellos porque cuando yo estuve ingresada no tuve a nadie que me dijera: tranquila, yo he pasado por lo que tú y estoy sana y salva.
Ahora sí, en el hospital me siento como en casa.
Laura Suárez
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