Finalmente lo encontraron. Después de seis meses de varias pruebas médicas desacertadas, visitas nocturnas a urgencias y una gran sintomatología camuflada bajo el nombre de ”anemia ferropénica”… Finalmente, lo encontraron.
Seguramente siempre había estado allí, desde mi nacimiento. Había nacido y crecido conmigo… Fuimos juntos al parvulario, en la universidad, a las cenas de empresa… Yo nunca lo había sentido, ni intuido, ni olido, ni palpado. Él, pero, estaba allí, formando parte de mí, durante 33 años de mi vida… Años donde me permitió hacer una vida absolutamente normal: andar, correr, saltar, reír, llorar, e incluso lo más importante: dar a luz a la cosa más bonita que he visto nunca: mi hijo.
Estos últimos seis meses, pero, nuestra entente ya no era posible. Se había hecho demasiado grande, demasiado fuerte. Había ido creciendo, arraigándose, alimentándose de mí de manera lenta, progresiva, casi imperceptible, paciente, delicadamente dulce… Me estaba dando tiempo porque yo pudiera actuar, me avisaba, me alertaba. Sólo le faltaba hacerme señales de humo. Pero yo seguía adelante, cada vez más cansada, ahogada, agotada, deseando que el tratamiento con hierro diera algún resultado. El último mes, pero, mi compañero perdió la paciencia. Ya no era delicado, ni dulce, ni suave, sino más bien rabioso, egoísta, dañino… Necesitaba un espacio que no tenía, un oxígeno que yo le sacaba. Era una cuestión básica de supervivencia: o él, o yo. El último mes, el tumor que vivía dentro de mi corazón, ya no pudo más.
Yo, sin ningún conocimiento de su existencia, no se lo puse fácil. Seguí andando, tocando el trombón, subiendo agotadoras escaleras como sí de montañas se trataran, trabajando, subiendo sillas de ruedas que pesaban como enormes tractores. Mi compañero me iba sacando poco a poco las fuerzas, el hambre, el oxígeno… Me hacía latir el corazón rápido, potente, ruidoso, como si del pecho quisiera hacérmelo salir para expresar su frustración. La frustración de no saber ya como comunicarme que él existía y que ya no podía formar parte de mí, que no tenía bastante espacio. Me lo intentaba comunicar a golpes de latido, golpes de escalones, golpes de ahogo, golpes de taquicardia… pero yo asumía los golpes, me sentaba, cogía aire, sonreía y volvía a andar. Imprudente, al límite de las fuerzas, dudosa, ligeramente preocupada; pero en el fondo confiada y optimista, totalmente ajena a lo que me estaba pasando. El tumor benigno, de la medida de un huevo de gallina y situado dentro de la aurícula izquierda del corazón, me estaba provocando desde hacía unas semanas una insuficiencia cardíaca importante. Me taponaba la válvula mitral, me alteraba ágilmente la presión pulmonar, me hinchaba el hígado, me acumulaba litros de agua en diferentes órganos, y lo que es peor… mi compañero me estaba avisando ya a gritos de qué o paraba de una vez por todas o muy a regañadientes me acabaría provocando en días, quizás semanas, meses, alguna embolia, algún infarto. Él se había hecho demasiado grande, demasiado fuerte… O se ahogaba él, o me ahogaba yo.
El siguiente desafortunado diagnóstico de “gastroenteritis” no ayudó demasiado a la localización de mi compañero tumoral, que seguía siendo invisible para todo el mundo… La barriga hinchada, fiebre y náuseas me trajeron de manera ridícula a hartarme de insípido pan tostado, aburrido arroz hervido y litros de manzanilla, durante diez días. Días donde la barriga se iba hinchando de manera amorfa, mi estado no parecía mejorar, y mi compañero se debería de mostrar entre sorprendido e indignado por mi absoluta falta de empatía e ignorancia hacia él. Fue durante una tranquila paseada de cinco minutos, cuando vi que mi cuerpo no podía… Las piernas me pesaban, la barriga se endurecía y me frenaba el paso, el corazón latía sin aliento y una tos cada vez más rabiosa me estallaba dentro del pecho.
El día siguiente fui a urgencias y ya no salí… Al cabo de dos días, una sencilla ecografía al corazón conseguía detectarlo al instante. Al verlo me impactó su medida, su fuerza, su evidencia… Y después del impacto me sentí por fin tranquila, serena, afortunada… Finalmente entendía la causa de todo. Tenía una explicación, una forma, una cara, un nombre: mixoma. Un tumor benigno dentro de mi corazón izquierdo. Ahora, frente a frente, finalmente nos habíamos podido conocer, a través de una pantalla. Lo miré durante pocos segundos. Era la primera y la última vez que lo vería. Enorme, nervioso, botaba sin cesar, dentro de mi corazón, intentando conseguir un espacio que no tenía; seguramente agradecido de que finalmente lo hubieran encontrado. Incluso me pareció apreciarle una pequeña sonrisa, en una de sus cavidades. Traíamos toda una vida juntos, era quien mejor me conocía: mis miedos, mis secretos, mis deseos… Él hubiera querido seguir formando parte de mí, pero su medida se lo impedía. Ya no podíamos ser compañeros de viaje. Él sabía que, para que yo pudiera vivir, él tenía que marchar. Y lo aceptó sin protestar, sin oponerse, sin complicaciones. Dos días más tarde, una operación a corazón abierto me liberaba del tumor. Un tumor más grande de lo que se habían pensado. Compacto, gelatinoso, muy arraigado, pero al fin y al cabo, benigno.
Me sentía tan agradecida que mi corazón hubiera podido aguantar tanto y que el tumor me hubiera avisado de manera insistente pero paciente… Tantos años, tantos esfuerzos… Mi corazón latía todavía inseguro, taquicárdico, extrañado de haber perdido una parte tan arraigada para sus adentros. Pero a la vez se sentía libre de aquel peso que lo oprimía y lo taponaba. Ahora, este corazón que había demostrado ser fuerte y valiente, tenía un nuevo propósito: seguir con la lactancia de mi hijo de 22 meses. Un hijo que se había tenido que adaptar a unos cambios de rutina, a la separación forzosa de una madre. Mi corazón y yo latíamos a coro por un mismo reto: seguir lactando.
El camino no fue fácil, pero no nos dejamos vencer. Sabíamos que el estrés de la operación podía perjudicar la producción de la leche, pero estábamos convencidos. Esto, no pasaría. La leche seguía fluyendo por mi cuerpo. Limpia, clara, a pesar de que intoxicada todavía por los fuertes medicamentos que recibía. Llena de cables, dolorida, sedada, rodeada de máquinas… pero nada nos alejaba de nuestro objetivo: una extracción diaria de leche con el único objetivo de seguir produciendo, a la espera de que llegara el día en que mi hijo pudiera ya amamantarse, de manera segura y sin peligro.
Pocos días más tarde, un imprevisto doblaba furiosamente nuestro optimismo, nuestro reto. La ingesta de un conocido medicamento, la aspirina, nos llenó de dudas, preguntas e incertidumbres. Este pequeño anticoagulante, necesario para el buen funcionamiento de mi corazón y posiblemente de tratamiento crónico, no nos aseguraba su compatibilidad con la lactancia. Fueron tres días de preguntas a los médicos, insistencias, investigaciones en internet. Nadie nos daba una respuesta clara, nadie empatitzava con nuestro reto… Más bien nos desaconsejaban la lactancia. No con argumentos científicos de incompatibilidad o de riesgos con la aspirina, no con porcentajes clarificadores, no con respuestas concretas ni evidencias clínicas, sino con argumentos totalmente subjetivos e inapropiados como por ejemplo la edad de mi hijo, el riesgo de tener un bebé al pecho recién operada del corazón y con una cicatriz delicada y considerable, o con la duda de si mi corazón y yo habíamos sido poseídos por alguna extraña locura post-operatoria… Opiniones que, en vez de alejarnos de nuestro reto, todavía nos acercaban más. Mi corazón y yo habíamos tenido que afrontar tantos obstáculos en los últimos seis meses, tantos riesgos, tantos esfuerzos… Ahora, no nos doblaríamos. Deseosos de conseguirlo, de demostrarnos que era posible. Lo queríamos intentar. Con optimismo, con positividad, con una sonrisa que nunca había menguado.
Y lo conseguimos. Después de corroborar la total compatibilidad del conocido medicamento, y después de ocho días de añoranza y separación, lo conseguimos. Aquel miércoles, a la pequeña sala de espera, hicimos lactancia a mi hijo. Una lactancia muy deseada, agradecida, serena… Respetando sorprendentemente la herida, a pesar de que despertando su curiosidad, me miraba fijamente, tranquilo, con una media sonrisa, mientras yo le acariciaba sus rizos y nuestros corazones latían plegados, por un sueño compartido, un reto conseguido. Dolorida, llena de cables, de heridas, pero feliz. Feliz de habernos demostrado que la fuerza del corazón y el poder de la lactancia pueden superar obstáculos, barreras impuestas por falsas creencias, opiniones médicas totalmente infundadas… Por encima de una operación a corazón abierto, por encima de una pequeña e inocua aspirina, por encima de una cicatriz que poco a poco se va cerrando, por un hueso que despacio se va soldando… Se puede conseguir.
Agradecida por la fuerza de un corazón; por el poder de una lactancia.
Raquel Llorens
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